Quebradita con advertencia - Álvaro Enrigue
Quebradita con advertencia
Álvaro Enrigue
1. El Norte al parecer sí existe
Voy a empezar con una palabra prohibida, pero creo que legítima en contexto: el Centro. En el centro del país estaba corriendo el rumor, desde unas semanas antes del inicio de este Festival Literario de Tijuana, de que lo que se iba a discutir era la existencia o no de la literatura del Norte. La idea me sorprende y me recuerda a una de Borges, que decía que aunque por los años cuarenta porteños todo el mundo decía que la extraordinaria Amalia de Mármol era ilegible, él la había comenzado un viernes y la había terminado un domingo, lo que significaba que, ilegible, no era. Así, montado en los hombros de ese gigante ciego, yo puedo decir que hay un Norte de México y unos escritores que viven y escriben ahí, de modo que definitivamente la Literatura del Norte sí existe.
Está también la cuestión, en la que apenas ayer me insistió un editor prominente, de la Literatura del Norte sea solamente un fenómeno mercadológico, como si el mercado no hubiera gobernado los destinos literarios desde siempre: la narrativa es un arte eminentemente pequeñoburgués, que se ha regido siempre por las leyes del mercado y nunca por las del arte, que creo que no existen: el chiste del arte es, precisamente, que no tiene leyes; funciona de maneras misteriosas. Lo que es administrable es su consumo, que está, precisamente, ligado a las leyes del mercado: alguien escribe un libro y alguien lo lee. Si funciona, otros también lo leen y varias familias vivien de él. Si hay otros libros que se le emparienten por cualquier razón, se crea un género: la literatura del Norte, por ejemplo.
¿Es escandaloso lo que estoy diciendo? No lo creo. En todo caso puede ser entendido como cínico en el mejor sentido de la palabra: verdadero a palo seco. Durante el siglo XIX Occidente padeció –pensemos en el Cristo buscando a Dios en el célebre poema de Jean Paul-- una crisis metafísica brutal que no ha terminado de resolverse y la desesperante soledad en que esto nos ha sumergido condujo a suponer que el arte podría suplir a Dios. De ahí las nociones románticas y posrománticas que concibieron a la Nación –el dios laico-- como indisputablemente ligada a la producción artística de una región y, sobre todo, a esa barbaridad del “arte por el arte”: la inopinada y ridícula abolición de las cualidades morales de la creación artística. Por favor: contar siempre es moralizar, ejemplarizar, para ponerlo en términos cervantinos.
2. México terminó siendo una quebradita
Lo que habría que discutir, entonces, no es la existencia de la literatura del Norte, sino las condiciones que permitieron su surgimiento como género. Aventuro una hipótesis: ante la disgregación del extravagante concepto de una nación mexicana homogénea y sólida, lo que quedó fue el Norte, algo que, por factores culturales ajenos en idéntica medida a los norteños y a la industria editorial asentada en el Centro del país, se terminó identificando con la antigua noción de México, una palabra que tenemos que aprender a usar con cuidado, en caso de que de verdad queramos utilizarla.
Al menos desde la Revolución de 1910, el Norte ha estado intensamente presente en las letras nacionales. La Novela de la Revolución Mexicana puede ser leída como una crónica de la primera embestida de los norteños en la parte neurálgica del país. La Revolución –hoy increíblemente negada por un presidente que, alas, usa botas vaqueras— permitió por primera vez y gracias a los trenes militares, dimensionar esa cosa rara inventada por Juárez, que durante el siglo XIX había sido la Patria. Alzarse contra la injusticia era, en buena medida, apoderarse del Centro. Sobran las crónicas de ojos pelados en que los periodistas chilangos ven aparecer en sus estaciones a creaturas de sombrero de alas amplias y pantalones gruesos de algodón en plan de gobernar a los catrines de zapatos y pantalones de lana. Hay que decir en el honor tan zaherido de la ciudad de México, que aunque con trabajos, les dió la bienvenida: Lo que Álvaro Obregón vió como la cesión de derechos de una meretriz, era en realidad la aceptación de un modelo distinto: los caudillos del Sur no habían funcionado, tal vez los del Norte tuvieran más éxito. El águila y la serpiente de Guzmán cuenta esa historia; La sombra del caudillo, la de la improbable negociación que le permitió a la gente de acento curioso imponer sus usos y costumbres en el Centro, su sensación de ser por completo ajenos al contexto en que controlaban el país, y la idéntica sorpresa de los chilangos –que encontraban rarísimos a los generales en Cadillac-- frente a ellos. Entonces se admitió una identidad nacional negociada: Ay… Jalisco.
No voy a hablar, porque es un hecho discutido y que viene poco al caso, de la manera en que los corridos se transformaron en canciones de mariachi y todos los mexicanos en rancheros del bajío y los altos de Jalisco. La ciudad de México siempre ha funcionado, más que como una capital, como una metrópoli: diseña un discurso y lo importa con idéntico vigor a Colombia o los Estados Unidos que a Veracruz o Tamaulipas –a menudo con la gratitud de los jarochos y los tamaulipecos, cómodos con la noción de pertenecer a algo más grande. Baste recordar que “Allá en el Rancho Grande” generó una imagen funcional que administraron por partidas idénticas la alta y la baja cultura: durante la mayor parte del siglo XX los mexicanos fueron Luis Aguilar fingiendo ser jaliciense en una pantalla en blanco y negro y los escritores esenciales fueron Yánez, Rulfo o Arreola, que fueron registrados como algo jaliciense y por tanto mexicano a un nivel elemental, a pesar de que los tres escribieron sus libros clave en el Distrito Federal, los editaron y distribuyeron desde ahí, y, vistos a la distancia, esos libros eran muy remotamente jalicienses: había cierto imaginario compartido, pero los tres dialogaban, en realidad, con las literaturas griega y latina, con la inglesa o la francesa, y no con el terruño, que apenas les había ofrecido un paisaje: los libros, se sabe, no son sobre el mundo; son sobre otros libros.
Y aquí viene el punto al que quería llegar desde el principio: en 1968 se quiebra definitivamente el pacto entre el Estado totalitario emanado de la Revolución y la sociedad que creía a pie juntillas que se le había hecho justicia. Los años del Milagro Mexicano –con su extraordinario crecimiento económico del cinco o seis por ciento anual -- produjeron una clase media –una pequeña burguesía-- con aspiraciones cosmopolitanas, ingresos razonables y las libertades políticas de, digamos, los tibetanos: una teocracia regida por un clan cerrado y necio, oprimido por una jerarquía militar. El modelo de cohesión nacional que había funcionado durante cincuenta años hizo agua por todas partes: toda una generación, belicosamente dispuesta a demandar que le cumplieran lo que le habían prometido, encontró el nivel de competencia del régimen político: el lugar donde el gobierno tenía la flexibilidad de un tolete.
Tengo la impresión, que les suplico que acepten como hipótesis, de que México fue una cosa que existió solamente entre Juárez y Díaz Ordaz. Era algo en lo que la gente creía, que le enorgullecía, con lo que se identificaba: el águila, la serpiente, Pedro Vargas con su carota de gachupín y su sombrero de brillos plateados.
A partir de la matanza de Tlatelolco –un fenómeno tan nacional como la Revolución en el sentido de que las víctimas venían de todos los rincones del país—el imaginario nacional reventó completo y tardamos años en volverlo a sustituir, tan trabajosamente como le hicieron nuestros bisabuelos para inventar el mundo charro de la época de oro del cine y los priístas.
¿Alguien aquí fue niño durante los años setenta? Déjenme que les cuente como eran las cosas, aunque ahorita ya las hayamos suplido con la memoria selectiva de la moda retro. En México no había azúcar, no había aluminio, no había leche. Como en La Habana de los años noventa, se hacían colas infinitas y madrugadoras para conseguir una ración de esos productos. La luz también estaba racionada, como el agua: había cortes programados. Las Chivas perdían todos sus partidos. Las estaciones de radio pasaban sólo música en inglés y los promocionales eran en la misma lengua. Alfonso González Iñárritu, que tanto nos honra últimamente con sus premios para México en Cannes, dirigía una estación de radio que se llamaba Dobleiu Ef Em, en la que los locutores, se los juro, hablaban en inglés entre sí y con los radioescuchas, que no lo hablaban. Éramos una nación sin autoestima ni identidad; un moridero denacos que no hablaban bien la lengua que querían hablar.
Las sucesivas crisis políticas y económicas de los años setenta, ochenta y noventa, no hicieron más que aumentar el malestar: las clases ilustradas estuvieron cada vez más limitadas y las bajas definitivamente imposibilitadas para cualquier clase de movilidad que no fuera perder el empleo malpagadísimo que ya tenían. Hubo un momento terrible en que hasta los países más pránganas de América Latina eran democracias y nosotros seguíamos siendo tibetanos con credencial del sindicasto de Pemex.
Entre 1988 y 1994 la crisis de identidad del país terminó de tocar fondo: votamos por Cárdenas y nos dieron a Salinas, nos integramos al Tratado de Libre Comercio y los zapatistas nos enseñaron que éramos –nosotros, carajo, la raza cósmica itself— el país más racista y cerrado del mundo: se hablaban más de 70 lenguas en nuestro territorio, había más culturas que cucarachas en un departamento de Coyoacán, hablar una lengua autóctona seguía siendo un handicap irremontable, compartido por siete millones de personas que, de haber tenido 180 pesos, serían ciudadanos con derecho a un pasaporte escrito en una lengua que no entendían. Decir que somos racistas hoy nos parece obvio; el 31 de diciembre de 1993 todavía no lo sabíamos; nos creíamos de verdad mestizos y vasconcelistas.
Entonces apareció el Norte, una región ignorada porque pensábamos, con Reyes –norteño, por cierto— que donde empieza la carne asada termina la cultura. Ahí se dieron los primeros actos de resistencia política exitosos; ahí se registró el primer periodismo cien por ciento libre, ahí comenzó a funcionar, aunque muy limitadamente, un modelo económico que sólo oprimía a la mayoría y no a la mayoría absoluta, como en el Centro. Los Tigres del Norte, con sus historias fabulosas de narcos y borrachos, sustituyeron al igualmente insoportable mariachi; las camisas de cuadros y los jeans –exhibidos como moda digna por primera vez en las películas de traileros, y judiciales y narcos— fueron ocupando el territorio vacío de charros y repleto de fantasmas de la identidad nacional.
Fue así como se aglutinó en torno a ustedes que están sentados tan cómodos en sus sillas, la nueva, fragilísima idea de la nación mexicana. Los mexicanos sin pedigrí que horrorizaban a Octavio Paz a fines de la década de los cincuenta terminaron siendo el territorio común entre los chiapanecos y los bajacalifornianos.
Nos definimos por oposición: si nuestro inglés no era tan bueno como el de González Iñárritu, era suficiente para llamarle trocas a los camiones y morras a las chavas. Todos éramos Norteños.
En ese contexto surgió el fenómeno mercadológico y pequeñoburgués de lo que ahora llamamos Literatura del Norte –un término, por cierto, definido por una situación geográfica relacionada, otra vez, con el centro-- y que cuando empezó a funcionar en el resto del país llamábamos, aunque ustedes no lo crean, y por culpa de mi admirado amigo Daniel Sada, neo barroco.
¿Por qué no empezamos de nuevo y le llamamos a todo esto Literatura del desierto? Tengo la sospecha de que si dejamos que escritores notabilísimos como Cristina Rivera-Garza, Eduardo Antonio Parra, Juan José Rodríguez o David Toscana –por hablar sólo de los de mi generación— se sigan definiendo con respecto al Centro, nunca vamos a tener una industria editorial nacional con sedes en Monterrey, Tijuana o Torreón, ciudades con la potencia económica y población suficientes para sostener empresas culturales no sólo regionales.
3. Yo estoy por usar trajes de buzo en el desierto
El neopreno fue un inventazo: una fibra que permite el paso del agua hasta que se satura. Cuando un buzo entra al mar, el neopreno deja pasar unos cinco milímetros del líquido y luego se cierra. El calor del cuerpo se transmite a esa capa de agua, que se convierte en un aislante perfecto.
Un buzo , en realidad, no nada precisamente en el mar o no en todo el mar, sino en uno de cinco milímetros de profundidad perfectamente acoplado al volumen de su cuerpo. La inmensidad es una fantasía que es mejor visitar desde un yo herméticamente cerrado que trata de llevar con dignidad su nombre.
En uno de los ensayos contenidos en Las puertas de la media noche, el poeta chino Bei Dao se describe a sí mismo buceando en la caja en la que guarda las tarjetas de presentación que ha ido acumulando en su largo exilio occidental –está proscrito en China desde 1989. De todas las tarjetas que encuentra –algunas enigmaticas, otras totalmente prescindibles, la mayoría tal vez ya inútiles—aquella de la que le interesa hablar pertenece a un poeta danés que ya ha muerto. Dice sobre el asunto, con los aires líricos propios de su oficio: “Tarde o temprano, todos nos tenderemos que retirar de detrás de nuestros nombres”.
Para Bei Dao, que ve las cosas al revés no sé si por poeta o por chino, nuestro nombre es, nosotros nada más vamos pasando, lo habitamos temporalmente como un cuarto de hotel cuya cifra se queda atrás ya que pagamos la cuenta.
Creo que lo que me impresionó de esta imagen es la humildad que supone: nuestro nombre es el neopreno que nos permite flotar en cinco milímetros de océano. Reconocer así nada más, entre una frase y otra, que un yo sirve apenas para soportar un nombre, es poner las cosas en su grado cero: moralizar en el mejor sentido de la palabra.
Yo es un registro, la tarjeta de presentación su mejor opción de supervivencia. Tal vez los libros sean solamente sucedáneos de esas tarjetas de presentación que hablarán de nosotros cuando ya hayamos sido lo que estábamos hadados a ser en tanto portadores un nombre, y nuestra biblioteca no sea más que un estorboso directorio.
Nada de arte por favor, y menos arte por alguna causa, incluido el arte; nada de grandes espíritus definiendo grandes misterios; nada total, por el amor de Dios. Sólo registros y de cinco milímetros de profundidad volumétrica: toda una persona, pero nada más. Su tarjeta de presentación.
José Emilio Pacheco dice que si seguimos leyendo novelas a pesar de la televisión y el cine, de internet y el coche, del diseño como forma de vida, es porque sigue siendo nuestra mejor posibilidad de situarnos completamente en el otro.
Tal vez los críticos dieciochescos –y en España y América Latina, tristemente, decimonónicos—que encontraban en la lectura de novelas una pura y peligrosa degradación –la sustitución de la vida por la representación de la vida en sus casos más extremos—estaban en lo cierto: una literatura es una paciente acumulación de registros vida por vida, la memoria de otros que nos van civilizando. Un lector es un humanista en el sentido más literal y duro de la palabra: el portador de la memoria de una suma de humanidades, un visitante de océanos de cinco milímetros de profundidad pero todo un ser –un nombre-- de volumen.
En su novela Las puertas del reino, Héctor Toledano cuenta el último año de vida de un viejo que sobrevivió a la catástrofe de los modelos nacionales en la ciudad de México. Algo vagamente identificado como “la violencia” acabó con todo, y el Distrito Federal --el mar en que veinte millones de cabrones portan como pueden su nombre y su traje de buzo—volvió a su condición lacustre.
En uno de los momentos más ardorosamente líricos de la novela, el viejo recorre la ciudad a diez o quince metros del suelo, en chalupa. Abajo quedaron los registros de todos sus muertos y lo único que puede ver es el infinito de azoteas albeando en el agua como un cementerio de tarjetas de presentación.
Cuando leí la novela de Toledano en manuscrito, ambos vivíamos en Washington DC como los sobrevivientes de un naufragio mexicano. Tuve la fantasía de que Aurelio, el viejo que navega sobre lo que alguna vez fue la colonia Narvarte, hiciera un poco de buceo. Lo que yo quería era ver bajo el agua las calles del barrio al que mi mujer y yo nos mudamos cuando empezamos a vivir juntos. Quería ver la calle de Enrique Rébsamen con sus coches estacionados, sus postes de luz, sus fondas y carnicerías detenidos en la gelatina del tiempo, como una fotografía en la que el movimiento lo proveen sólo las truchas, las tortugas, los ajolotes, las antenas --¿se llamarán antenas?—de los langostinos.
Los mejores registros literarios de la zona del desierto en México son buenas, precisamente, porque no pretenden nada más que ser la gelatina a la que uno puede entrar con sus cinco milímetros de mundo y su nombre. Uno remueve su directorio de tarjetas, elige una, se agita la corriente y se mueven las páginas. Pasan los ajolotes perseguidos por las truchas. Los langostinos mueven las antenas entre las algas. Pienso en la soledad ultradestructiva de los personajes de Cristina Rivera-Garza, que no pueden hablar más que solos y, trágicamente, no son locos; en los cholos que son puro lenguaje de Luis Humberto Crostwhite –tal vez mi favorito--; en la imaginación al mismo tiempo precisa y desbordada de Juan José Rodríguez –el escritor más dotado de mi generación para levantar mundos afincados en tiempos distintos a éste--; en las calles nocturnas cuyo vacío es la paz que contiene la tormenta en los cuentos de Eduardo Antonio Parra; en los campos de béisbol en que la pelota se queda suspendida en la plata del aire de Daniel Sada; en el transtorno de los guerrilleros en retiro de Élmer Mendoza; en ese fondo de mar que es la cantina de Lontananza inventada por Toscana: un punto minúsculo del universo en el que se mueve el universo entero. Ese es, creo, el elogio más alto que puedo conceder: lo que me gustaría que alguien diga algún día de mi propio trabajo.
¿Cuándo leemos literatura realmente estamos buscando definiciones del alma regional? ¿La literatura del desierto como un fenóimeno específico? ¿El espíritu de un tiempo? Creo que no. Todo el mundo tiene derecho, por supuesto, a su enfermedad mental, a su mal humor, a su cursilería, pero la asunción de la identidad mexicana como responsabilidad literaria impuesta por el mercado y el centro tiene que ser removida ya, a riesgo de que los trajes de buzo, las tarjetas de presentación, se conviertan en trade marks y los autores en personas que tienen que retratarlo todo y de preferencia en marmol.
Muchas gracias.
1 Comments:
Con todo respeto para el maestro Enrigue: la frase la dijo Vasconcelos. Nativo de Oaxaca.
Publicar un comentario
<< Home